viernes, 5 de junio de 2009



Erase una vez, hace como cuarenta años, vivió en un pequeño pueblo una niña llamada Amelia. Desde muy temprana edad le inculcaron el ideal del hombre bueno y honrado con el cual formar familia tal y como manda la santa iglesia apostólica y romana.

Con este convencimiento pasaba sus días Amelia, cuando encontrándose un día en la caja del supermercado, fue a sucederle que sintió algo muy extraño, que no pudo calibrar, por una chica que esperaba turno detrás de ella.

Conmocionada salió del super. Y desde ese momento aquel sentimiento andaba con ella todo el tiempo provocándole un mar de dudas.

Y volvió a sucederle que al volver en otra ocasión le ocurrió lo mismo con la diferencia de que aquella chica que guardaba de nuevo la cola tras ella, le sonrió .

Así pasaron muchos días. Hasta que en uno se hablaron y luego en otro y otro.

Y ocurrió que aquello dió pasó a una historia de amor secreta, que trastocó todo el prototipo que se suponía debía esperar Amelia.

Hasta que en una ocasión aquel hecho oculto fue descubierto y se removió cielo y tierra desde todos los frentes para impedir tal aberración.

Pero había un lugar profundo e íntimo donde nada podía detener aquella pasión; allí en el corazón de cada una, se hacía presente la otra.

Y comprendieron en la forzada distancia que la única salida posible al no verse, no hablarse, no tocarse... era dejar aquella vida para encontrarse en otra dimensión.

Y desde entonces, según cuentan, cada mañana a la hora exacta de las muertes, se oye en el pueblo un golpe seco, como si de un portazo se tratara y culpan a una de las campanas de demasiado vieja y no confiesan que es el recuerdo de dos almas que cerraron al unísono la puerta de este mundo.

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