Blanca y radiante iba la novia... detrás, entre la gente, yo. Arrastrando un corazón que se negaba a seguirme.
Irrespirable era el olor de aquella iglesia, asfixiante el aire que llegaba a mis pulmones. Creía que no aguantaría, que en cualquier instante algo dentro de mí explotaría. Todo el tiempo tuve la sensación de que reventada, el alma saltaría por los aires.
Poder llorar podía ser una liberación a la vez que una tortura, por que no podía rebasar ese punto permitido y comprensible que achacarían a la emoción y sin embargo las lágrimas me pataleaban los ojos pidiendo su irrefrenable libertad.
Luego llegó el abrazo. Tan cerca la tuve cuando más la quería, que se quebró, lo juro , aquel corazón que arrastraba.
Disfrazar el dolor, ese fue mi único papel ese día.
Resbalé una y otra vez en mi oculta amargura. Fuí la invitada a un banquete donde imploré la muerte súbita.
Horas después y a escondidas vino por fin el auxilio que necesitaba, cuando sin límites ya, me entregué al llanto.
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