En el amanecer de un día cualquiera, ella vuelve a estar sentada junto a la ventana,el sol abre lentamente los ojos,muy lentamente, piensa Irene, y van abriéndose pequeños claros en las sombras de la noche.
Otro día más para agotar rápido sus horas. Para no sentir como con cada una de ellas
se hace más notable y cruel el peso de la soledad que va presintiéndose ya en el café y recorre con ella toda la jornada hasta quedar estancada a última hora ya al otro lado de la cama.
En el amanecer de un día cualquiera,ella enciende un cigarro y denuncia desde su interior y para su interior,esas faltas de suerte y de fe que le sobrevienen tan temprano.
De suerte porque pareciera que esta la abandona siempre cuando más la necesita y de fe por no creer que todo pueda cambiar. Y en esa escasez , madrugadora como el día, recurre una vez más a la frase que una vez dijo: Ojalá tuviera tus ojos para entender la forma de ver el mundo.
Unas palabras que sentencian lo que de antemano ella sabe, una pizca, un instante de esperanza... pero suficiente como para levantarse y confíar que en otro amanecer cualquiera ella va a ser feliz.
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